Cada instante, un reto

viernes, 1 de mayo de 2009

Y hacer el amor con las mentes

Leer es tan difícil como tratar de comprender el significado de la vida. Tan complejo como ser sincero y no morir en el intento. Es enigmático, personal y un tanto místico. Es el amante perfecto, porque calla, escucha y observa. Porque no pregunta, pero sí responde.
Leer es un placer, quizá el más desaprovechado que existe. Es el crimen perfecto para cualquier asesino de lectores o, más bien, de pseudolectores que buscan consuelo en el topten de El Corte Inglés, y que quieren hacer saber al mundo que saben que saben. Leer es disfrutar pensando y tratando de comprender los sueños. Los propios y los ajenos.
Leer es rumiar, y darle mil vueltas a todo aquello que posee alas pero no sabe volar. Qué razón tenía Eduardo Alonso, en su artículo Divagaciones de un rumiante, al aproximar a Descartes a nuestra cotidianeidad: “Rumio, luego existo”. Y quien no rumia es porque no quiere. Que medios hay de sobra. Pero es más fácil vociferar y gritar a los cuatro vientos que Maquiavelo fue un cínico, un desalmado y un fanático de la violencia, antes que sumergirse en el fin que justificó los medios del Príncipe que lo leyó.
Hoy me he detenido durante unos minutos ante la impecable literatura de Cesare Pavese, un escritor italiano que, en 1945, reclamó una lectura profunda y sincera desde aquel “póngase en su lugar”, en el lugar de quien escribió la obra que reposa en las manos de un futuro invasor. Propuso un viaje en el tiempo, un regreso a la época en la que fue escrita. Pidió comprensión y rechazó los juicios desmesurados y sin fundamento. Y todo porque supo reconocer que las preocupaciones de quien decidiera crear arte a través de las palabras son presumiblemente diferentes a las que pueden envolver las mentes de sus lectores. Qué gran verdad.
Sospecho que Pavese era adivino y que la cultura de masas no era un secreto para él. El arte de escribir refleja su esplendor en todos los espejos críticos que se le acercan. Es su edad de oro, del dólar y de la cotización a la alza. Es un gran negocio para quienes están dispuestos a vender su alma al mejor postor. Es un arte, sí, pero es un arte silenciado porque quien ama las palabras no consiente utilizarlas para polemizar, para difamar o para profanar tumbas. Quien ama las palabras, no pretende gritarlas para que sean oídas, sino que quiere que sean escuchadas, sentidas y soñadas, que tengan vida propia y que sean capaces de pensar sin ninguna ayuda. Quiere que remuevan entrañas y que hagan llorar, que provoquen carcajadas y que trasladen a mundos fantásticos que debieran existir. Quien ama las palabras, vive entregado a la belleza y a los secretos del arte. Quien ama las palabras, anhela que estas sean leídas desde el corazón, aunque sea tan difícil como tratar de comprender el significado de la vida.

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